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Mi Muchedumbre

By Laura Rojas-Aponte

Lo que pasa en occidente —o al menos en en que yo vivo— es que las personas se desplazan y usualmente poco importa a dónde vayan o con quién. Yo me muevo entre la muchedumbre de la universidad y la gente ni se entera, así cómo yo no me entero de ellos y los refiero como «muchedumbre».

Hace poco Sally, mi amiga china más cercana, me presentó a las que fueron sus compañeras de cuarto por más de dos años en la universidad. En el dormitorio femenino del campus, el Princess Building, pasan la noche más de 10.000 lindas estudiantes. Con semejante demanda la universidad organizó a las chicas en grupos de cinco. Así las cosas, al inicio de la carrera cada estudiante es asignada a un dormitorio en el que pasará las noches con otras cuatro chicas que comparten la misma suerte, esto durante los cuatro años que toma su pregrado.

Las compañeras de Sally son un unas jóvenes encantadoras. Mientras yo o cualquier otro estudiante se hubiera quejado por la falta de privacidad —los cuartos, además, son diminutos— estas cinco chicas formaron una privacidad que no se pelea los espacios para cada persona, sino para su grupo. Las cinco se complementan y forman una individualidad que es compartida. La unidad es tal que las señoritas se han puesto apodos que corresponden en su rol en el clan. El único que recuerdo es Xiǎo Wǔ (小 五), o pequeña cinco. La portadora es la menor de las compañeras y sonríe cuando cuenta la historia después de reportar que ella nació en 1993.

Desde el semestre pasado Sally duerme en el edificio de estudiantes internacionales y ahora comparte cuarto con Caroline, una belleza estadounidense de la cual se ha hecho buena amiga, pero que regresa a su país en diciembre, justo como el resto de nosotros.

Entonces en Bogotá yo me muevo por el campus de la Javeriana y me siento sola, porque como he dicho asumo que los desconocidos no me determinan. Es importante recordarlo porque con esa lógica llegué al lugar en el que transcurre la segunda historia de este post. Salí de mi clase de Classical Chinese Literature in Translation y me dirigí a la cafetería. Los estudiantes chinos usualmente cenan entre cinco y siete. Yo llegué a las 4:30, así que el lugar no había comenzado a servir. Igual entré y me senté en una mesa a estudiar mandarín, ¡que se desperdicie todo menos tiempo! Puse la maleta en una silla y por una razón desconocida levanté la cabeza. La escena en frente era honestamente conmovedora. Los trabajadores, vestidos de blanco, parecían alinearse justo para que yo viera la coordinación de movimientos no planeada que conlleva la preparación de la comida para las 10.000 estudiantes del Princess Building y los quién sabe cuántos caballeros de los dormitorios masculinos. Yo veía el panorama mientras ellos difícilmente se enteraban de lo que hacía su vecino, o del movimiento y de la belleza que formaban en conjunto.

Como cualquier turista saqué una cámara y tome una foto, y otra y otra. Miré al sitio de dumplings en el que planeaba comprar la cena y también tenía su movimiento hermoso. Tome fotos asumiendo que estaba sola, porque en mi mundillo vivo para que pocos le importe. Resulta que la señora del puestico me había estado viendo y me llamó (con suerte podré adjuntar el video). Como pasa con los esposos infieles una cosa llevó a la otra y terminé rodeada de cocineros; unos posando para mi lente, otros riéndose de sus compañeros y otros aproximándose para luego huir de la cámara a carcajadas. Le tomé fotos a casi todos los trabajadores que antes había retratado, está vez con su aprobación. Nos reímos como chinos chiquitos. Incluso uno de ellos se apropió de mi iPad y me retrató con la damita de los dumplings, dicho sea de paso el cocinero me pareció churro, lo cuál es una rareza.

En China los extranjeros siempre llaman la atención. Integrarse en la comunidad no solo es difícil por el idioma y las costumbres, sino porque de entrada los chinos establecen una diferencia que empieza por mirar sin cesar. Si la mirada es momentánea, entonces miran como si estuviera examinando a un bicho. Hacer sobresalir así al otro es también construir una barrera. John Pomfret en «Five Classmates and the Story of the New China» dice que, en general, hay dos apreciaciones para los extranjeros; o bien te miran como un Dios o como un simio. Andrea, una conocida china, me dijo un día mientras comíamos: «We think all foreigners are gourgeos». Yo levanté la mirada para constatar sus palabras. A la chinita le brillaban los ojos mientras sostenía la mirada en mi cara sudorosa por el picante de la comida.

En Beijing no tengo la misma sensación que en occidente de andar sola, siempre hay una o dos miradas que rastrean mi camino. Usualmente me siento extraña y me acuerdo que China es diferente. Las amigas de Sally que me abrazaron y me cogieron de gancho una tarde mientras hacíamos mercado y los amigos cocineros que armaron la fiesta en un momento de risa sin idioma me hicieron sentir parte. Tal vez nunca entienda la complejidad y las contradicciones de China. Probablemente Andrea no dejará de verme diferente y tal vez Sally piense por siempre que soy una latinoamericana guapachosa y tropical. Lo importante es —aunque sea por un momento— encontrarnos como iguales. Comprar comida, cenar o reírnos en camaradería como si nunca hubiéramos estado separados, como si todos hiciéramos parte de la misma muchedumbre.